Periodismo global y transfronterizo

Tijuana: el ‘no lugar’

Todo sucede en la ciudad más poblada del noroeste de México, una urbe superlativa y paradójica, presidida por un muro ignominioso.

Postal de Tijuana, el ‘no lugar’ de México. E.C.

Este texto ha sido publicado en Coolt.com y ha sido galardonado con el Premio de Periodisme Mañé y Flaquer

Por Santiago Tejedor

“Esta ciudad está hecha al reventón”. Me lo cuenta, durante un trayecto en su taxi, Junior Arnulfo; unos 30 años, cordón de oro en el cuello, mirada cabizbaja y tez café. Y añade: “El que no progresa aquí es por flojo”. Aquí es Tijuana. Más de dos millones de habitantes. Más de 2.000 farmacias. Más de 300.000 cruces diarios en su frontera con San Diego. Más de 5.500 taxis piratas, como enjambres coloreados, recorriendo la ciudad. Más de 400 etiquetas propias de cerveza artesanal. Más de 3.800 empresas. Más de 40 parques industriales. Más de 20.587 millones de dólares en ventas internacionales al año. Dos mujeres —las primeras de la historia— en cargos de importancia política: una alcaldesa y una gobernadora del estado (Baja California). Más de 20 oficinas consulares. Más de 70% de las viviendas con acceso a internet y más del 94% con un teléfono móvil. Más del 27% de la población en situación de pobreza moderada, casi un 2% en situación de pobreza extrema y más del 33% en condiciones de vulnerabilidad por carencias sociales. Más de 4.500 prostitutas —sexoservidoras— que llegaron a ser 8.000 pocos años atrás. Más de 100 homicidios al mes… Y muy cerca, a dos horas y media en automóvil, el idílico mundo del parque de atracciones de Disneyland California.

Esta es la crónica de un viaje por una ciudad especial y paradójica —imposible—, acompañado de las reflexiones y las miradas de cinco taxistas y un periodista tijuanenses. Es el relato de un viaje periodístico al territorio donde conviven todos los “no lugares”: desiertos, carreteras, gasolineras, farmacias, estaciones de camiones, taxis, burras (autobuses), calafias (microbuses), combis o colectivos, garitas de vigilancia, controles aduaneros, pasos fronterizos y una valla ignominiosa.

Y es también un viaje a los desencuentros más exquisitos de una urbe que sabe ser, al mismo tiempo, vulgar y exquisita. Es un intento yermo y quizás ingenuo de explicar un lugar guarecido en el sinsentido. El mismo lugar donde más del 63% de los adultos “percibe seguridad” en su estado federal; al tiempo que un 21% desconfía “mucho” de la policía. El mismo lugar donde más de un 41% de la población profesa “mucha confianza” hacia el Ministerio Público y las Procuradurías, según datos del portal Datamexico.org. Es, otra vez, el mismo lugar que, durante agosto de 2021, tuvo en el robo (1.240), la violencia familiar (609) y el narcomenudeo (345) los litigios más comunes. Exactamente, el mismo lugar donde, en un año, las denuncias por falsedad crecieron un 200%; las de extorsión, un 167%; y las de hostigamiento sexual, un 160%.

Calles con puestos callejeros en el centro de Tijuana. UNSPLASH/DAVID NIETO

Tijuana es una ciudad superlativa. No existe el término medio. La urbe fronteriza más visitada en el mundo posee el paso fronterizo más transitado del planeta. Aunque existen dos garitas más, el Puerto de San Ysidro es una de las postales icónicas de esta urbe emborrachada de excesos. La segunda ciudad más poblada de México, según datos de 2020, es también la sexta zona metropolitana más habitada del país. Y junto a Rosarito y Tecate la primera a nivel fronterizo.

Todo sucede en Tijuana. Lo bueno y lo malo. Lo normal y lo extraordinario. Los principios y los finales. Lo benévolo y lo aterrador. En 2018 y 2019 fue el municipio mexicano con más homicidios. Considerada como uno de los mayores prostíbulos del planeta, la ciudad malquerida se enfrenta al peso de un prejuicio casi insoslayable. Pero con una tasa de analfabetismo del 1,46%, Tijuana cree en su futuro. “Yo nunca me iría de esta ciudad. No la cambio por nada”, me dice Ezequiel, mientras conduce su taxi por una urbe que es un desafío (sugestivo) para el que intenta contarla y un espantajo (cotidiano) para quien la habita.

Caos ordenado

La principal ciudad del estado de Baja California colecciona sobrenombres. Es la esquina de América Latina y de México por ocupar la posición más septentrional del continente. Su topónimo se mueve en la confusión. Unos aluden a una leyenda de un rancho de una tal “Tía Juana”. Algunos a la lengua yumana. Hay quien añade que su significado es “junto al mar”. Y otros blanden documentos que constatan referencias muy variadas: Tiguana, Tiuana, Teguana, Tiwana, Tijuan, Ticuan… En Tijuana el todo —todas las personas y todas las cosas— divaga, se mueve, en un caos ordenado, en una anarquía funcional.

Bordeando la cara norte de la ciudad, una doble valla serpentea el territorio. Y tras ella, el Norte: ordenado, pulcro, eficiente.

En el norte de Tijuana, una valla marca la frontera entre Estados Unidos (izquierda) y México (derecha). Foto: GORDON HYDE

“Al entrar en Estados Unidos se acaban los baches. Las carreteras son buenas carreteras”, farfulla Fonseca, un taxista veinteañero, de piel tostada, chándal negro de los Raiders y zapatos de piel desgastada, que nunca mira a los ojos. Y justamente la cercanía con Estados Unidos convierte a Tijuana en un punto de gran importancia estratégica. Los portales y folletos turísticos explotan esta proximidad: “Puedes darte una vuelta por San Diego, California y la Isla Coronado. Puedes hacer increíbles recorridos en bicicleta, visitar centros comerciales y pasear en ferry”.

Según TripAdvisor, las citas obligadas para el visitante están también en la misma ciudad: el Tijuana Cultural Center (CECUT) con su emblemático edificio-cubo; una caminata por la avenida Revolución; una visita al estadio; un paseo por la zona de playas; una misa en la catedral; unas partidas en el Casino Caliente; un selfie en el Arco; una panorámica de la Glorieta de la Independencia, el monumento a Abraham Lincoln o la glorieta de Cuauhtémoc; un picnic en el parque Morelos; o un recorrido a pie alrededor de la plaza de toros, ubicada a 20 pasos de la frontera y al lado de su doble muro oxidado y grafiteado que se adentra en el Pacífico. Además, canadienses y estadounidenses llegan a la ciudad por el turismo médico: en 2018, el estado recibió 1,7 millones de pacientes y acompañantes. En 2020, a pesar del coronavirus, la cifra ascendió en 1,9 millones de personas. En 2021, siguió creciendo.

Sin embargo, aunque sea importante, el motor no es solo el turismo. Las fábricas del estado de Baja California generan más de 400.000 empleos. Pero no siempre fue así. El desierto era Tijuana. Desde la década de 1970, la ciudad experimentó un gran crecimiento. Más tarde entre los ochenta y los noventa, el bum de las maquiladoras sembró centenares de fábricas en el territorio. La cercanía con el gigante estadounidense abría grandes opciones de negocio: mano de obra, tecnología, ahorro en los costos de traslado, etc. Tijuana era rentable. Una de cada cinco maquiladoras mexicanas está en esta región. La industria médica, la gastronómica, la de los plásticos, la de los juguetes o incluso la aeroespacial han aterrizado también en esta tierra fronteriza. La lista la engrosan multinacionales que van desde Wallmart a Starbucks, McDonalds, Samsung o Deloitte.

El Arco de Tijuana, en la Avenida Revolución. Foto: UNSPLASH/MAGDIEL BARRAGAN

Tijuana es motor: cuna del rock mexicano, por un lado; capital de la cerveza artesanal de México, por otro; y, junto a Ensenada y Playas de Rosarito, origen de la cocina Baja Med, suculenta combinación de la tradición culinaria local y la cultura gastronómica del Mediterráneo. Pero la ciudad luce algunos disfraces. Son máscaras que, con el paso del tiempo, se cubrieron de una naturalidad forzada y de una peligrosa familiaridad.  De lo auténtico a lo impostado existe —dicen— una distancia mínima. Tijuana dio ese paso por diferentes motivos. Algunas urbes —también en el viejo continente; lo saben Barcelona, Venecia o París— se aferran a la simplificación del tópico. Resulta cómodo. Las impulsa una inercia casi inevitable. Y, lo mejor (o lo peor): suele ser rentable. Los expertos en marketing de ciudades y en “storytelling de lo urbano” lo dominan. Lo explicó con tino Ashram Ramzy: “La gente no compra productos, sino las historias que esos productos representan. Así como tampoco compra marcas, sino los mitos y arquetipos que estas marcas simbolizan”.

Los mitos, los arquetipos y todos sus fantasmas se han convertido en símbolos prendidos a la ciudad. La hilera de turistas que esperan frente al Hotel Caesars, en la Avenida Revolución, dan fe. “Tendrán que esperar unas dos horas, señor. No hay mesa”, dice un camarero, ceremonioso y de tiros largos, que custodia la entrada del establecimiento. Tijuana ha convertido un plato y una receta en casi un emblema. Allí se preparó la primera ensalada Caesars que luego sería mundialmente conocida y paladeada. Fue en 1927 y su artífice fue el cocinero César Cardini. O eso dicen. Más de 5.000 personas participan cada año en el festival con el nombre de esa receta. El revoltijo de lechuga da para mucho. En 2007, se aliñó una de 60 metros de largo y 3 toneladas de peso. El libro de los Récords Guinness cinceló su marca en dicho enclave.

El relato plagado de leyendas y rumores crece. Explican que el cóctel Margarita, brebaje de tequila y jugo de limón, lo confeccionó en 1938 el dueño de un restaurante llamado Rancho La Gloria. Y el listado sigue. Aseguran que Alphonse Gabriel Capone —el mítico Al Scarface o Scarface— almacenaba durante el periodo de la Ley Seca barricas de alcohol en una nave de las Islas Coronado, a 13 kilómetros de Tijuana. Pero nadie me habló de ello. Quizás ese legado no resulta revelador ni trascendente. Hoy los gánsteres son narcos; a gran y a pequeña escala. El narcomenudeo —así lo llaman— crece. Y los movimientos por la frontera de cosas, pero especialmente de personas, son cada vez más complejos; demasiadas veces, tortuosos; e incluso, muchas, casi quiméricos.

Letrero gigante para promocionar Tijuana en el centro de la ciudad. Foto: UNSPLASH/GAUTAM KRISHNAN

El muro

—Parecen changos [monos] —me dice Octavio, un taxista joven y gordo, que siempre sonríe, en referencia a los migrantes que tratan de saltar la valla.

Un muro es, lo apunta el diccionario, una pared o una tapia gruesa de un edificio u otra construcción que limita un perímetro. El muro es una muralla, un parapeto. Pero el muro también es una puerta. Más de 50 millones de personas cruzan cada año la valla que separa Tijuana de San Diego en Estados Unidos. Los datos son contundentes: entre las dos estaciones fronterizas cada día se cuentan unos 300.000 cruces. El coronavirus modificó la inercia, que vuelve, una y otra vez, a su esencia. Tijuana es cruce. Algunos tratan de atravesar legalmente —o lo intentan— por el paso fronterizo de San Ysidro. Otros se juegan la vida ideando artimañas y mecanismos para saltar al otro lado.

—Cortan los alambres, sorteando sus púas y picos filosos, con guantes de carnaza hechos de la piel del toro —detalla Octavio sin dejar de reír. Pero, esta vez, su risa es triste, equívoca, ambigua.

En el paso de San Ysidro hay largas hileras de coches y de personas. Todo parece estar parado. Solo se mueven de auto en auto, de persona a persona; un grupo de sujetos que parecen conocer bien el lugar: unos son vendedores y otros parecen organizar el caos. No portan uniforme, pero son respetados. Los llaman el “Cártel de la Línea”. Y controlan a su manera esta parte de la valla. “Hay mafias que, previo pago, te dejan adelantarte en la fila y por lo tanto pasar antes. Todo tiene un precio en Tijuana; casi todo”, me cuenta José Ibarra, un periodista de la ciudad.

El tiempo parece adormecido. Nada pasa. Salvo, otra vez, los trabajadores del menudeo. Aquí se venden churros encanelados, plátanos fritos, tacos, cuadros de la virgen de Guadalupe, helados, panes, pulseras, maní, sombreros, toallas, tarjetas para teléfonos móviles, chicles, tabaco, refrescos, dulces, nieves de garrafa, burritos, batidos, jugos, tamales, gafas de sol, imitaciones de camisetas de clubes de fútbol mexicanos y europeos…

Atasco en la carretera de Tijuana que conduce al paso fronterizo de San Ysidro. Foto: FLICKR/RICHARD MASONER CC BY-SA 2.0

Hay diferentes maneras de llegar al Norte; diferentes accesos según la visa que tiene el viajero. Muchos de los que pasan la valla trabajan al otro lado. Madrugan para laborar en el Norte y regresan a dormir al Sur. La pandemia del coronavirus cercenó este intercambio de brazos por dólares. Y el gigante norteño entró en crisis. Rápidamente, las campañas de vacunación estadounidenses llegaron a la frontera. La mano de obra mexicana es vital para Estados Unidos.

En 1989 se levantó la primera barrera en la zona de San Diego. Hoy anuncios luminosos decoran las zonas de acceso a la garita. Varios aluden al turismo médico: “Liposucción para hombres y mujeres. Levantamiento de glúteo brasileño. Aumento de busto”. El paso de la frontera siempre es lento. En automóvil, el trámite es más parsimonioso. Por eso, muchos prefieren aparcar su coche cerca del paso fronterizo y cruzar a pie. Al otro lado les espera el tranvía de San Diego o un entramado de autobús públicos. Otros, más pudientes, poseen un auto a cada lado.

Lo caprichoso y lo raro emergen en este “no lugar”. Tijuana es la única ciudad del país que posee un puente transfronterizo. Existe otro similar entre Francia y Suiza, pero la coyuntura y el contexto son radicalmente diferentes. En el Aeropuerto Internacional de Tijuana un pasadizo da la bienvenida a los afortunados que pueden cruzar al pie al otro lado. Es un cruce peatonal que otros intentan emular desde el exterior saltando una valla que Donald Trump prometió multiplicar y que la tecnología ha convertido en una empalizada infranqueable. Las únicas puertas son los pasos de Otay, Tecate y San Ysidro, la frontera más congestionada del mundo. Son la postal más icónica de una ciudad que es principio y final. La frontera entre México y Estados Unidos se extiende desde San Diego-Tjuana hasta el Golfo de México. Son alrededor de 3.400 kilómetros. Los datos hablan: más de 350 millones de personas la cruzan legalmente cada año. Sobre los ilegales nadie maneja datos precisos. Es difícil.

Tramo de la valla de Tijuana que impide la libre circulación a Estados Unidos. Foto: UNSPLASH/BARBARA ZANDOVAL

“Construiré un gran muro, en nuestra frontera sur, y haré que México pague ese muro”. Lo dijo, una y otra vez, Trump. El entonces presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, lo negó. Luego llegó Joe Biden a la presidencia: “No se va a construir ni un centímetro de muro bajo mi cargo”, afirmó el líder demócrata. ¿Y entonces?

El muro que Trump calificó de “infranqueable, grande y hermoso” apenas creció. Antes de la llegada del magnate a la Casa Blanca, alrededor de 1.000 kilómetros fronterizos —casi un tercio— ya tenían barreras o vallas de separación. El líder republicano gastó dinero en su obsesión amurallada: con las partidas presupuestarias del Departamento de Defensa para la lucha contra las drogas, el presupuesto para construcciones militares, los presupuestos anuales de la CBP —vinculado al Departamento de Seguridad Nacional— y más 1.375 millones de dólares aprobados por el Congreso en 2018, juntó cerca de 15.000 millones. Fueron menos de los 25.000 millones presupuestados inicialmente y, en ningún caso, llegaron de México. Según la BBC, desde el inicio del mandato de Trump solo se han construido 56 kilómetros de valla. De ellos, 43 son tapias secundarias que refuerzan estructuras ya existentes. Esto es: solo 13 kilómetros de “muro nuevo” han sido edificados.

Al salir del aeropuerto uno topa con el muro. Es difícil dejar de mirarlo. Aunque a lo largo de toda la frontera la fisionomía de la valla cambia, el mensaje es el mismo. Hay paneles de chapa o acero corrugado. Hay también vallas de alambre. En algunas zonas, alejadas de la urbe, se levantan postes de madera ideados para impedir el paso de vehículos. En Tijuana y su periferia, el muro es doble. Y está hecho de gruesas barras verticales de hasta 9 metros enraizadas sobre una base de cemento. En la parte Pacífico, el muro se adentra más de 100 metros en el mar. Allí llegan curiosos, bañistas y pescadores. Algunas parejas de enamorados se regalan besos apoyados en una valla que es señal, advertencia e insulto. En la parte mexicana, se viste de colores, mensajes y letreros que compiten con el óxido y la corrosión salina. “Saludos paisanos”. “Xayacatlán [municipio del estado de Puebla] no os olvida”. “Mural de la hermandad”. Luego, mucho más lejos no hace falta ninguna barrera: los desiertos, los ríos y las montañas se encargan de satisfacer a Trump. La naturaleza es el muro. “El muro forma parte de nuestra cotidianidad en la frontera, pareciera que cobra vida en sí mismo porque es un elemento del cual surgen innumerables historias, desde la división de dos países, pero también de los sueños y miles de familias”, me explica el periodista José Ibarra.

Pinturas murales decoran un tramo del muro fronterizo que separa Tijuana de Estados Unidos. Foto: UNSPLASH/BARBARA ZANDOVAL

Junto a las patrullas aduaneras, la tecnología se ha adueñado de varios tramos de la valla: iluminación, sensores de movimientos, cámaras nocturnas y drones aderezan el acero y el hormigón de un muro ideado para evitar el paso al Norte. Pero el viaje también es en la otra dirección. En los últimos cinco años, 26.600 migrantes procedentes de Estados Unidos, 4.450 de Venezuela y 3.080 de Haití, entre otros, ingresaron en Tijuana. La ciudad es el principio de un periplo incierto para muchos, pero también el destino de tantos otros.

El muro se ha hecho más largo, más alto y más vigilado. Por eso, los coyotes o polleros han ideado nuevos caminos. El mar es uno de ellos, pero es peligroso. En 2021, las autoridades migratorias estadounidenses alertaron de un aumento del 92% de intentos de embarcaciones cargadas de migrantes de atracar en las costas californianas. El viaje por mar suele comenzar en las playas cercanas de Rosarito y Ensenada. Usan yates, barcos medianos, pangas o lanchas ligeras y hasta veleros. Delante: un clima impredecible, corrientes hercúleas, aguas gélidas y una costa plagada de acantilados. Además, la Oficina de Operaciones del Aire y Marinas del CBP (Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza) escudriña el mar con embarcaciones y aeronaves con sensores.

El desierto, las montañas y el mar acaban con la vida de muchos migrantes. No existen registros claros. Sin embargo, la Organización Internacional de Migraciones (OIM), apuntó que, entre 2020 y 2021, el “ahogamiento” y el “posible ahogamiento” estuvieron entre las tres principales causas de muerte de estos errabundos forzosos en la frontera con Estados Unidos. Las cifras entran un territorio difuso cuando se habla de víctimas. También, cuando se trata del precio del pasaje. Dicen que el cruce por tierra puede costar unos 8.000 dólares. Por mar, entre 15.000 y 18.000. Nadie sabe. Tampoco cuántos menores emprenden la desventura del cruce. Según Uriel González, coordinador de las casas YMCA para menores migrantes, más de 30.000. Uno de cada tres será detenido. Otros, nadie sabe cuántos, se perderán —desaparecerán— por el camino.

La valla fronteriza de Tijuana, a su llegada a la playa. Foto: UNSPLASH/KEVIN TURCIOS

En la zona de playas, Tomás pesca con su hijo mientras beben latas de cerveza Tecate. Me cuenta que hace unos meses llegó un periodista de la CNN preguntando por la valla. “Cuando pasan el muro pierden sus valores”, me cuenta sobre los migrantes sin dejar de mirar al mar. Su hijo se suma a la conversación. “A veces, conversan con sus familiares a través del muro. Unos allí. Otros aquí”.  Para muchos, el nivel de bienestar depende de poder o no cruzar la frontera. “Ir al otro lado es estatus”, añade el padre. Su hijo refuerza la aseveración: “La gente que se va a los Estados quiere lo fácil”. El padre vuelve: “Recuerdo que una vez les llevaron ollas de frijoles y no lo quisieron. El hondureño no quería frijoles”, dice en un sonsonete que mezcla la mofa y la rabia. Alude a los migrantes hacinados en El Chaparral. Luego, sigue pescando.

En 2018 una gran caravana de migrantes de muchos países llegó hasta la frontera con Estados Unidos. En su camino, muestras de apoyo y de rechazo. Concentraciones a su favor. También, todo lo contrario. Marchas de protesta recorrieron varias ciudades mexicanas: “No a la invasión”, “Respeta mi país” o “Inmigrantes sí, ilegales no”. Al llegar a Tijuana convirtieron la explanada de El Chaparral, a pocos metros de la frontera, en un campamento improvisado donde malviven más de 1.000 personas. La llanura de asfalto, que servía como acceso peatonal a la garita, es hoy un territorio caótico repleto de tiendas de campaña, carpas y construcciones improvisadas. A pocos metros, un refugio salesiano para migrantes cubre su puerta principal de fotos de desaparecidos. Y un poco más allá, en la calle Coahuila, una zona que llaman de tolerancia.

Un niño hondureño, en el campamento de migrantes de El Chaparral, en Tijuana. Foto: UNSPLASH/BARBARA ZANDOVAL

El pecado no duerme

Kimberly estudia Psicología. Pero lo dejó. Ahora es puta. O, como dicen aquí, sexoservidora. Vivió un tiempo en Ciudad de México, pero en Tijuana —eso comenta— hay más oportunidades.

Un estudio de la Universidad de California y la organización Equality Now apuntó en 2015 que, en Tijuana y Ciudad Juárez, una de cada cuatro prostitutas fue sometida al trabajo sexual cuando era menor de edad. En la zona norte de la ciudad está el barrio rojo. En sus calles, las paraditas —como se conoce a las prostitutas que exhiben su cuerpo en las puertas, fachadas y esquinas de los burdeles— de la calle Coahuila. “Las hay de todos los estados del país, blancas, mestizas, indias… Hombres, mujeres. Todito hay”, explica Fonseca, que recorre lentamente con su taxi la avenida, mirando también lentamente por la ventana. Según el cibermedio Debate, unas 4.5000 trabajadoras sexuales están registradas en el Departamento de Control Sanitario de la Dirección Municipal de Salud. Pero se desconocen las cifras reales y se habla de unas 18.000 sexoservidoras y de cerca de 50.000 niños esclavos sexuales, según datos de 2015, de la Asociación Unidos Contra la Trata.

El lugar ha sido bautizado con un nombre cuestionable: es la “zona de tolerancia”. Tolerancia es “la capacidad de aceptar las ideas, preferencias, formas de pensamiento o comportamientos de las demás personas”. Aquí la acepción cambia: es el lugar donde está permitida la prostitución.

“Las putas tienen un carnet”, me cuenta Emilio, un taxista con los brazos tatuados con dragones y serpientes entrelazados. “Es legal. Aquí encuentras mexicanas de otros estados”, añade.  Y remata: “Yo he visto limusinas que desde el aeropuerto llevan a los gringuitos directos al puticlub”. Entre los establecimientos que sirven sexo, el Déjà Vu y el Hong Kong compiten por ostentar los reconocimientos más superlativos.

La calle Coahuila, centro de la prostitución en Tijuana. Foto: FLICKR/IRMA GARCÍA CC BY-NC-ND 2.0

Localizado solamente a dos minutos de la línea fronteriza, como anuncia en su sitio web, Déjà Vu abre de lunes a domingo desde el mediodía. Y se autodefine como el paraíso para adultos más grande en el mundo. Son 9.300 metros cuadrados de, según su web, “entretenimiento y lujosas habitaciones con servicio completo”: seis barras, variedad de licores y cervezas, comida, más de 500 chicas y un centenar largo de suites VIP, shows con regaderas (duchas), salas y paquetes exclusivos, juguetes y “novedades”, bailes calientes en tina (bañeras), shows con consoladores, narguiles de sabores… La competencia está servida.

En plena calle Coahuila, el Hong Kong se presenta como el club para hombres más famoso de la ciudad, como el mejor table dance de toda Baja California y como uno de los 10 más selectos de todo el planeta. Con un hotel justo en su parte superior que ofrece habitaciones dotadas de una “combinación única de lujo y romance”, este edificio de fachada rojiza y tres niveles nunca duerme: traslados de ida y vuelta desde la línea fronteriza en limusina, cinco barras, salones VIP, shows de espuma y chocolate, bailes privados, menú con variedad de bebidas y botanas (tapas), cajeros automáticos y parking con estacionamiento gratis. El Hong Kong alardea de tener sus puertas siempre abiertas. A pocos metros de su entrada principal, la iglesia evangélica cristiana Ethel, fundada en 1937, atiende los martes, jueves y viernes a las 18:30 de la tarde, y los domingos abre su escuela dominical a las 11 de la mañana y a la una del mediodía.

Periodistas del ‘no lugar’

Las carreras más demandadas en Tijuana en los últimos dos años han sido las de Derecho (6.630), la de Administración de empresas (3.710) y la de Psicología (3.330). La de Periodismo no aparecía en la lista.

“Espero que no sea periodista”, me dice Octavio, el taxista que siempre reía y que ahora deja de hacerlo. “Esa profesión es lo peor que hay”, añade. Su malestar procede de una cobertura sobre una marcha feminista donde, parece ser, un reportero malinterpretó sus declaraciones.

No es fácil ser periodista. Es muy difícil ser periodista en México. Reporteros Sin Fronteras, en su clasificación de países por la calidad de la libertad de prensa, ubica a México en el puesto 143 de 180. En su informe anual de 2021, contabiliza siete periodistas mexicanos asesinados en 2021 y un total de 47 muertos en cinco años. El informe es terminante y lapidario:  México es, por tercer año consecutivo, el país más peligroso del mundo para la prensa.

Un agente de policía, en el control de la frontera de Tijuana con Estados Unidos. Foto: FLICKr/NATHAN GIBBS CC BY-NC-SA 2.0

José Ibarra, periodista mexicano que ha realizado coberturas en Haití, Colombia y Venezuela, explica lo difícil del oficio. “Si escribes algo es bajo tu riesgo”. Aunque sigue cubriendo lo que pasa en la frontera, trabaja para otras plataformas centradas en contenidos de lo que él llama diarismo. Ibarra apunta que el principal problema en México es el narco. “De estos asuntos, ya no hago investigación propia a no ser que la información venga de la propia autoridad”, añade. Hace también coberturas de operativos y recuerda que, antes de que Estados Unidos incrementara las medidas preventivas en sus garitas por la pandemia, “iba a pasear a los parques de San Diego con sus hijos”. Hoy todo es más difícil y los de su gremio han aprendido a desarrollar un olfato periodístico preventivo y augurador: “Las experiencias sobre la marcha te hacen ser más cauteloso, lamentablemente otros compañeros en México han sido privados de la vida y a los días siguientes se dan algunas protestas, pero luego ya no pasa nada y seguimos sin garantías”.

Los “no lugares”

Existen lugares y “no lugares”. El antropólogo francés Marc Augé acuñó ese término en su libro Los no lugares (Gedisa, 1993). Estaciones de trenes, paradas de autobús, bocas del metro, supermercados, centros comerciales, autopistas, habitaciones de hotel, campos de refugiados, cajeros automáticos y muchos otros sitios de paso. El ir y venir de los individuos define este tipo de espacios. Son circunstanciales. Y, en ellos, nosotros somos un número, un billete de avión, una tarjeta de crédito o unas botas cubiertas de lodo abandonadas en un pueblo de la selva. Son enclaves anónimos para viajeros anónimos. Carecen de identidad. Como apunta Augé, “un espacio que no puede definirse como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar. La hipótesis aquí defendida es que la sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antropológicos y que contrariamente a la modernidad baudeleriana, no integran los lugares antiguos”. Pero proponen palabras: “Prohibido fumar”, “Esperar”, “Punto de información”, “No pase” o, en estos días, “Guarde la distancia de seguridad”, “Use la mascarilla” y “Aplíquese gel hidroalcohólico”.

Tijuana, con sus elefantes blancos —edificios que fueron del narco, pero que quedaron abandonados—, puentes, gasolineras, estaciones, garitas, puestos fronterizos y su valla icónica y siniestra, escribe la doctrina del “no lugar”; del peor “no lugar”: un lugar que condena a unos y a otros les flecha. Pero nadie queda indiferente.

Vista nocturna de la ciudad de Tijuana. Foto: PEXELS/VICTOR ROQUE

“Tijuana es una especie de tercera nación, como alguna vez la definió el español radicado en México Antonio Navalón, con una mezcla de todo lo bueno, pero también todo lo malo de México y Estados Unidos”, me cuenta el periodista José Ibarra. La sombra del gigante del Norte pesa en lo económico, en lo social y también en lo cultural. Vivir a pocos metros de la frontera más transitada del planeta no es una cuestión baladí. Muchos escritores mexicanos han escrito de ese muro, real e invisible que clava sus alambres en el territorio y el alma de México: Daniel Sada, Ricardo Elizondo, Federico Campbell —quien “puso el norte en el centro”—, Rosina Conde, Gabriel Trujillo, Rosario Sanmiguel, Cristina Rivera Garza, Luis Humberto Crosthwaite…

Quizás la frase —convertida en lema— que utilizó el abogado y político Adolfo López Mateos durante una visita a Tijuana escondía un mensaje que los años han reinventado. El candidato presidencial clamó: “Aquí comienza la patria”. Fue en 1958. En 2012, en un punto indeterminado de la interminable valla fronteriza, un grafiti del movimiento Acción Poética decía: “También de este lado hay sueños”. En 2021, a finales de año, en el parque de El Chaparral, una pareja de migrantes salvadoreños sostenía con resignación y poca fe un letrero que rezaba: “Queremos vivir”.

La gente se ha cansado de guachar el muro; de ver a tantos que quieren ir al Norte. Esta ciudad, que se mueve entre agüitada (triste) y deseosa de pari (de party, fiesta), ha creado su propio vocablo. Algo tijuaneado es algo que empieza a fallar. Pero quizás poco importa. Lo dejó claro el polifacético escritor, editor y productor cultural Rafael Saavedra que hizo famosa una frase que el grupo musical Nortec Collective convertiría en canción: Tijuana makes me happy (“Tijuana me hace feliz).

Vídeo de la canción ‘Tijuana makes me happy’, de Nortec Collective. YOUTUBE

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